Un buen ejemplo de cómo domesticar la naturaleza

Cristóbal Ramírez

TUI

Uno de los extremos de la agreste sierra de O Galiñeiro lleva décadas convertido en una bien cuidada área recreativa

11 oct 2009 . Actualizado a las 13:37 h.

Nadie con dos dedos de frente asegurará sin sonreír que el parque natural del monte Aloia, en tierras pontevedresas de Tui, es salvaje, naturaleza en estado puro y lindezas por el estilo. Porque es justo lo contrario: un monte cualquiera que fue transformado en una enorme área recreativa en una sabia y equilibrada combinación entre lo que había y crece por un lado y lo que el pacífico ser humano desea por otro. Más curioso todavía cuando se sabe que el Aloia es uno de los extremos de una de las sierras más bravas y agrestes de Galicia, la de O Galiñeiro, con lo cual el contraste está garantizado.

El año de 1910 es importante en la historia local. Se registró la enésima invasión, pero esta vez no de enemigos armas en mano, sino de obreros e ingenieros forestales que repoblaron todo el Aloia con pinos de dos especies, marítimo y de Monterrey. Por allí andaban ya los primeros eucaliptos (muy pocos) y la invasora acacia. Súmeseles a ellos un tercer pino, el silvestre, abedules, pequeñas tuyas, cedros y cipreses y cualquiera se dará cuenta que, a pesar de que las fotos puedan llevar a pensar lo contrario, aquí no hay selvas ni junglas, sino un cuidado jardín, como dan fe las criptomerias que ocupan el norte.

¿Y los carballos? También los hay, pero muy pocos, en la parte alta y vecinos de acebos, falsas acacias, abetos rojos y pinsapos. En la zona de acampada han crecido, también de repoblación, robles americanos, arces y castaños. Y todo ello adornado con miles de helechos, rojos y brezos. Procede repetir: un entorno casi familiar. Quizás por eso sea tan visitado por familias que van a comer al aire libre, tradición que se mantiene muy viva en Tui.

Para ser justos procede echar mano del catastro del marqués de la Ensenada. O sea, mediados del siglo XVIII, en el cual se constata que ya abundaban los pinos, en contra de lo que vulgarmente se piensa cuando se afirma que tardaron un siglo más en entrar en Galicia. Ni mucho menos: «Los pinares, siendo de primera calidad, se derraman de diez en diez años», y de esos había quince, y otros tantos «de segunda calidad». Con ellos convivían «deesas de robles, ciento y cinquenta ferrados, inclusas las de Su Magestad el Rei». El Aloia era una montaña más, y constaba que «los montes cerrados y en que no se siembra fruto, siendo de primera calidad, se cortan de tres en tres años». Para esos trabajos se contaba con 20 jornaleros que ganaban al día dos reales de vellón. Eso sí, en el municipio había más pobres de solemnidad: nada menos que 60.

Ya, pero ¿y la fauna? En esas 746,29 hectáreas declaradas parque natural en diciembre de 1978 no queda espacio para las sorpresas, si bien algunas de las especies son llamativas. Por ejemplo las vermellas, que abundan tanto en las pozas de Cabanas como en el arroyo Udencias. Y no es cualquier cosa, sino un endemismo ibérico muy vulnerable, así que requieren cuidados y mimos.