Rosa y Edu, siete hijos nacidos en cuatro países y una misión en la vida: ayudar a los demás

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Rosa, con tres de sus hijos y un niño del barrio de Los Guido, en Costa Rica, donde viven
Rosa, con tres de sus hijos y un niño del barrio de Los Guido, en Costa Rica, donde viven

Ellos forman una familia poco convencional. Poco después de casarse decidieron que querían proyectar su vida hacia los más necesitados, y así es como han vivido los últimos casi 20 años

04 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada persona, cuando llega a la edad adulta, se proyecta en algo. Casi siempre se hace a través de los estudios, el trabajo o las personas de las que se rodean. Cuando Rosa Lobo y Eduardo Aymerich se casaron, hace veinte años el próximo septiembre, no sabían hacia dónde proyectarse porque ya entonces no se sentían una familia convencional: «Teníamos el anhelo de abrirnos al mundo y ayudar, dar respuesta a las necesidades que veíamos; pero al mismo tiempo queríamos formar una gran familia y todos los modelos de gente cooperante o misionera que conocíamos eran casi siempre personas solteras que se iban por un tiempo determinado. Nuestro sueño era hacer de eso nuestro modo de vida, pero no sabíamos si era posible vivir así o simplemente era un sueño de juventud», cuenta ella, por teléfono desde Costa Rica, donde ese sueño se está haciendo realidad. En Los Guido, un barrio de San José marcado por el narcotráfico, la violencia sexual y la pobreza. Allí acaban de poner las últimas piedras de su vivienda y las primeras de un centro de misión, un espacio de convivencia «y de irradiación», como les gusta explicar a ellos, en un espacio vulnerable donde han decidido ser uno más. Bueno, uno más no, porque en estas dos décadas les acompañan sus siete hijos, nacidos entre la India, España, Etiopía y Costa Rica.

Nada más casarse, con 24 años ella y 23 él, esta pareja de madrileños se trasladó a Inglaterra para trabajar. Allí se toparon con una familia de cuatro hijos que acababa de regresar de África y que les hizo ver que su sueño era posible. Y poco después, de casualidad, conocieron a un sacerdote indio que les habló de un proyecto en su país. «Regresamos a casa convencidos de que en octubre nos íbamos». Pero cuando se iban a vacunar, Rosa descubrió que estaba embarazada. Le volvieron a dar vueltas, pero finalmente emprendieron el viaje al país donde nacería Dado, su primer hijo.

«Lo que pasó en Bangalore fue muy bonito», resume, aunque la realidad que se encontraron fue de pobreza y desorganización absoluta; allí colaboraron en unas escuelas situadas en un barrio muy pobre. Al cabo de un año valoraron quedarse, pero finalmente decidieron regresar a Madrid; ya sabían que esa era la vida que querían, pero necesitaban tomar las decisiones desde su realidad. Estar un par de años en Madrid y volver a hacer las maletas.

Esos dos años fueron finalmente ocho, «pero fueron muy necesarios», reflexiona Rosa. En ese período, además, la familia creció. Nació Lorenzo, un año y medio después que su hermano; en el 2008 fueron a buscar a Olivia a Etiopía; y en el 2012 nació Victoria, la última de los hermanos que lo hizo en Madrid. En su ciudad, y a pesar de tener gente que les quería por todos los rincones, sentían que no iban a ser del todo felices. Y cuando ella lo cuenta se adelanta a explicar este sentimiento para que nadie se sienta herido: «Cuesta mucho dejar de donde se viene, pero es mayor el anhelo por hacer lo que quieres». Esos años en Madrid fueron necesarios para confirmar que aquello no era un sueño de juventud. Porque en ese tiempo, además de ir creciendo como familia y trabajar para seguir ahorrando, se fueron formando en cooperación internacional.

La familia Aymerich Lobo, formada por Rosa, Edu y sus siete hijos, nacidos en cuatro países diferentes
La familia Aymerich Lobo, formada por Rosa, Edu y sus siete hijos, nacidos en cuatro países diferentes

Pasados esos años decidieron que era el momento y tenían claros varios aspectos: un destino de habla inglesa o española, porque al menos uno de los dos tenía que seguir compaginando su trabajo. Edu se dedica al comercio exterior y trabaja en una empresa de compraventa de acero. Y así llegaron a Costa Rica, un país donde el turismo es un buen maquillaje de una realidad en la que se conocen menos las altas tasas de embarazos adolescentes, la violencia machista o el narcotráfico. «El cooperante o el misionero se tiene que inculturizar, no puedes entrar con la mirada española, aunque no dejes de ser quien eres, hay que adaptarse e intentar entender cada situación», explica Rosa desde el país en el que nacieron sus tres hijos menores, Antonio, Juan y Rosita (además de Andrés, que falleció antes de nacer).

Habla de un pequeño pueblo de pescadores situado en una zona de paso hacia Nicaragua, donde estuvieron trabajando los primeros cuatro años. «Eran gente humilde que utilizan para pasar droga, al principio se la regalan y, cuando ya son adictos, les obligan a pagarla, se vuelven violentos, pegan a sus familias y empieza una miseria que no termina nunca». Cada día, volvían a casa con la misma contradicción, la de ayudar, pero regresar a su zona de confort. Y entonces llegó la pandemia: «Tuvimos mucho tiempo para pensar lo que queríamos hacer, el corazón nos decía que era el momento de cambio». Y entonces, dicen, se sintieron llamados a crear una comunidad de misioneros con otra gente que quisiera unirse: buscar un lugar y crear allí su hogar. Y vuelve a hablar de la irradiación, «en el sentido de irte a vivir con ellos y así entender su realidad, y que ellos también vean en ti una forma diferente de vivir, sin hacer ni decir nada, solo estando. Si ven que a mí Edu me trata bien, se dan cuenta de que pegar a una mujer no es lo normal; si ven que mis hijas pueden estudiar, se dan cuenta de que otra vida es posible», explica. Le contaron su proyecto a otra gente y dos parejas se unieron.

El segundo paso era conseguir un terreno en una comunidad de mucha necesidad y poca ayuda. Y lo encontraron en Los Guido, un barrio de unos 30.000 habitantes sin alcantarillado, sin áreas verdes, «donde sobre todo hay muchas adicciones, violencia intrafamiliar, muchísimo abuso sexual, muchas mamás solteras con hijos de diferentes padres, mucho embarazo adolescente… Aunque allí nunca me he sentido insegura», asegura. Y ha sido así porque han ido entrando poco a poco, organizando juegos en familia, montando talleres para las madres, actividades para los niños y, lo más importante, yendo con sus propios hijos para mostrar un respeto, cercanía y amor que dicen haber recibido gratis. «Nosotros no somos ejemplo de nada, sino testimonio de alguien, de un amor que ha cambiado nuestras vidas». Rosa y Edu son creyentes, pero les gusta explicar que creen en ese Dios que es de todos, y que en Ignis Mundi, que es como se llama la fundación que han creado, caben otras religiones y culturas: «Tenemos una vocación de ser puente, hemos experimentado cómo personas que se odiaban se han vuelto a encontrar».

Eduardo Ayjerich, con su hijo Juan
Eduardo Ayjerich, con su hijo Juan

Ignis Mundi lo forman en la actualidad unas 25 personas de varios países, y en los terrenos que adquirieron se acaban de terminar de construir las primeras viviendas, una de ellas la de la familia Aymerich Lobo. Todos mantienen sus trabajos, «no queremos desconectarnos del mundo y hay que financiarse, los recursos que conseguimos son para la misión, no para nosotros», enfatiza. Allí habrá instalaciones deportivas, una casa de artes y oficios y una casa de misión para contribuir al desarrollo social y humano a través del deporte, la cultura, el arte, la educación, la música, el emprendimiento, la orientación familiar, la salud física y la mental. Entre los miembros hay médicos, psicólogos, maestros, gente del mundo empresarial… «Cada uno ponemos nuestra profesión al servicio de la comunidad», dice, y reconoce que al fin le ha encontrado sentido a estudiar Periodismo: ella se ha encargado de comunicar su proyecto a organizaciones y empresas con las que ahora colaboran. «Ahora somos una gota en el océano, pero ya hemos arrancado», dice Rosa, y confía en que este modelo pueda replicarse en otros lugares. Para ello también abre la casa de Ignis Mundi a cooperantes temporales que «quieran venir aquí a hacer sus discernimientos vitales, nos ayudan mucho y, además, cuando vuelven, hablan de su experiencia y así va surgiendo una red». Y concluye con una frase que resume su modo de vida a la perfección: «Hemos visto mucha pobreza humana, pero también en la riqueza hay mucha pobreza, soledad y necesidad de encontrarse a sí mismo; y hemos comprobado que en el servir, te encuentras».