Hablando con una amiga con la que comparto propósitos de nuevo curso, toqué el problema de salud pública en el que se está convirtiendo la obesidad, especialmente entre los más pequeños. Me quedé teimando sobre el tema varios días. Y ayer, después de comprar la carne donde Lois, la fruta donde Jacobo y el pescado donde Mohamed seguí dándole vueltas al tema: que comer mal sea más barato que comer bien (es decir, saludable) es una cuestión que va más allá de la nutrición. Me gusta ponerme en el lugar de los demás —y hago que mis hijas practiquen ese ejercicio— porque en muchos casos no somos conscientes de lo afortunados que somos. En este caso, por el mero hecho de poder meter en la cesta de la compra carne de ternera gallega, un aguacate que está en su punto o pescado fresco.
Ese ejercicio de empatía social, pienso, hay que practicarlo con otras cosas en la vida. Para todas las familias (vale, para casi todas) la vuelta al cole se convierte, económicamente, en una cuesta difícil de subir. Pero hay algunas para las que, directamente, resulta imposible llegar a la cima. A mí me gusta pensar que vivo en una sociedad en la que un niño con un hogar en dificultades puede tener opciones para incorporarse al colegio con todo su material, ir bien desayunado, llevarse una fruta para el recreo y poder quedarse al comedor. Pero se ve que no todo el mundo piensa igual. No se entiende de otro modo que un año más en Ourense cientos de familias se hayan quedado sin ayudas municipales para el inicio de curso, a pesar de que el gobierno local había asegurado que ampliaría la partida. ¿En qué ciudad queremos vivir? ¿En una que cuida o en una que regala 100 euros a todos los vecinos aunque a muchos no le hagan ni puñetera falta?