La esclavitud de la migraña

Ruth Nóvoa de Manuel
Ruth Nóvoa DE REOJO

OURENSE

MARÍA PEDREDA

24 feb 2024 . Actualizado a las 21:57 h.

Escribo este artículo después de 775 miligramos de naproxeno, 5 miligramos de zolmitriptán, náuseas, dos horas con la persiana bajada y la puerta cerrada. Y dolor, mucho dolor. Es la maldición de la migraña, que viene redondeada por la condena de decir que tienes migraña. Hay quien piensa, y te dice, que no será para tanto. Y quien piensa, aunque no lo diga en voz alta, que eres una exagerada o que te estás excusando.

La primera vez que tuve migraña creí que me iba a reventar la cabeza. Literal. Reventar, explotar, estallar... Sí, estallar se acerca bastante. Mis compañeras de piso me llevaron al hospital y todavía recuerdo la sensación cuando empezó a hacerme efecto la medicación que me pusieron en vena: era la paz. Desde entonces mi umbral del dolor ha ido creciendo. Me refiero a que antes tenía que estar 24 o 48 horas en la cama, con hielo en la parte izquierda de la cabeza, destellos en los ojos (aun cerrados), con la luz apagada y rogando silencio y ahora soy capaz de levantarme, llevar a la tropa al colegio, ir a esa reunión a la que no puedo faltar, trabajar (más lenta, menos eficiente), pero siempre con un taladro en la cabeza. Constante, punzante, intenso, cruel. Siempre con la presión de que se me tiene que pasar porque tengo que trabajar, porque tengo el día libre y lo quiere aprovechar, porque parece que siempre estoy mal (mal de la cabeza... otra de las bromas fáciles). Si para mí, que según las épocas las he sufrido varias veces al mes, es una condena no quiero imaginar la esclavitud que supone para aquellos que conviven con la migraña un día, otro, otro, otro y otro.