Cómo discrepar

Rafael Arriaza
Rafael Arriaza AL DÍA

OPINIÓN

MABEL RODRÍGUEZ

08 may 2024 . Actualizado a las 09:32 h.

Hay mucha gente interesante en el mundo. Bueno, no es tan extraño: aunque solo sea por azar, es lógico que entre ocho mil millones de humanos haya muchos brillantes. Muy brillantes. De hecho, si aceptamos que prácticamente todo en biología se distribuye según una forma equilibrada de campana de Gauss, debería haber prácticamente la misma cantidad de personas buenas como malvadas, con coeficientes de inteligencia elevadísimos como bajos, etcétera. Y seguramente todos podemos nombrar a unas cuantas personas con las que no nos gustaría tener nada que ver, y probablemente muchas menos de las que son realmente admirables. Y sin embargo, como las meigas, habelas, hainas. A lo mejor están escondidos, ocultos para no llamar la atención, por aquello del noble arte de ser discretos del que hablaba Baltasar Gracián.

Uno de esos tipos que me parecen brillantes es un tal Paul Graham, quien, después de graduarse en Filosofía, se doctoró en Harvard en Ciencias de la Computación, un salto que rompe la brecha tradicional entre humanidades y ciencias. Al cabo, fundó una empresa que desarrolló un código libre para que cualquiera —con unos ciertos conocimientos, por supuesto— pudiera crear su propia tienda en internet, y después se la vendió a Yahoo por 49 millones de dólares de hace dieciséis años. Eso ya es suficiente para envidiar a alguien, por supuesto, pero lo mejor es que después invirtió su tiempo, conocimientos y dinero en crear una incubadora de empresas para apoyar a nuevas startup. Gracias a ello nacieron algunas empresas que hoy todo el mundo conoce, como Airbnb, Dropbox o Reddit. En fin, que parece que buen ojo sí que tiene.

Pero entre sus aportaciones más filosóficas me gusta especialmente la pirámide o jerarquía de desacuerdos que publicó en un ensayo que debería ser de lectura obligada entre nuestros próceres, titulado Cómo discrepar. En él se estructuran siete niveles de razonamiento en la discrepancia, que van del más rústico al más elaborado. En su opinión, ascender en la escala hace a la gente menos mezquina y, por ende, favorece la felicidad al reducir el enfrentamiento absurdo.

Lo cierto es que la mayoría de las formas básicas las vemos a diario en los medios de comunicación y las redes sociales, hasta el punto que parece que es la única manera de debatir, de discutir. Seguro que todo el mundo puede reconocerlas, aunque es más dudoso que cada uno de nosotros reconozcamos utilizarlas. El más rastrero es directamente el insulto. El segundo es el ataque ad hominem, que arremete contra las características o la autoridad del argumento sin entrar a considerar su sustancia; es nuestro tradicional «y tú más». El tercero es el que responde al tono del mensaje sin considerar el argumento. El cuarto nivel sería el de la contradicción, que simplemente presenta una visión contraria con poca —o ninguna— evidencia. El quinto es aquel en el que se contradice una opinión respaldándose en razonamientos sólidos y evidencias. El sexto es la refutación, hallando el error y rebatiéndolo con apoyo de evidencias sólidas. Y, por último, el nivel más elevado sería aquel en el que se refuta de forma explícita el asunto central. Actuando y razonando así, nos alejamos de la visceralidad, del enfrentamiento callejero goyesco, y podremos mantener la relación con nuestro contrario sin generar una espiral de violencia verbal y de ideas que nunca sabemos dónde puede acabar, pero que en cualquier caso, ciertamente, como dice Graham, no nos hará más felices. Y no olvidemos algo que los médicos sabemos bien: que la vida es breve y no merece la pena desperdiciarla en enfrentamientos estériles, porque ni el pasado volverá ni el futuro sabemos si llegará.