Hijos predilectos

Manuel Fernández Blanco PSICOANALISTA Y PSICÓLOGO CLÍNICO

OPINIÓN

CAPOTILLO

15 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Me preguntó recientemente una amiga si hay hijos predilectos. Resulta innegable que existen padres y madres que colocan a alguno de sus hijos en esa posición. Eso no es sin consecuencias, no siempre positivas, para ese hijo o hija y para sus hermanos. La primera consecuencia negativa puede derivarse de que ese hijo se sienta obligado a responder sin fisuras al ideal que los padres depositan en él. Si bien los ideales son un elemento necesario para que el niño renuncie a una parte de las pulsiones primarias (nunca debemos olvidar que el yo quiero es anterior al yo pienso), también esclavizan. Freud se preguntaba si la civilización merece los sacrificios que nos impone. Era una pregunta retórica porque, si algo del niño pulsional no se sacrifica a la civilización, el lazo social sería imposible: viviríamos en una sociedad de niños amo (aunque esos niños ya fuesen adultos). Si los niños amo proliferan en la actualidad es precisamente por el declive de la función de los ideales, y el temor de los padres a traumatizar a sus hijos. 

Si un hijo se ve colocado en la posición de predilecto, además de los efectos de rivalidad, celos, o infravaloración personal, que se pueden acentuar en sus hermanos, se le entrega una carga muy pesada. Verse en esa posición puede alimentar el narcisismo, pero también convertirse en una exigencia atroz. Nunca estamos a la altura de un ideal, pero si, además, el ideal es muy elevado, el temor a la decepción aumenta y la autoexigencia culposa puede convertirse en el partenaire más íntimo de ese hijo, e incluso conducirlo al fracaso.

¿Esto quiere decir que la alternativa sería que, para los padres, todos los hijos fuesen iguales? No. Simplemente, porque cuando algo es imposible, no es una alternativa. Para empezar, nadie tiene los mismos padres. Los padres no son los mismos cuando nace su primer hijo y cuando nacen los demás. Incluso los gemelos no tienen los mismos padres. Las circunstancias biográficas y familiares varían el ejercicio de la paternidad, pero aún es más determinante el deseo transmitido a cada hijo. Esta es la auténtica clave: es importante que cada hijo sea el resultado de un deseo que no sea anónimo, de un deseo particularizado. Conviene que un hijo aprecie que los padres quieren algo único, que no es lo mismo que excepcional, para él. Este deseo paterno y materno no es, afortunadamente, un deseo puro. A menudo tiene que ver con las frustraciones de los padres o lo no realizado por estos. Todo deseo se articula a una falta y todo niño sano carga de alguna manera con las faltas de los padres. Aquellos que, por temor a influenciar a sus hijos, no les transmiten un deseo particularizado, los dejan sin una orientación clara en la vida. La fórmula perezosa, tan habitual, de «solo quiero que sean felices» deja a los hijos huérfanos. Además, esta demanda de felicidad es imposible de cumplir. La felicidad es cosa de momentos. Momentos tan escasos que los recordamos todos.

Sabemos que cuando un hijo no es deseado por sus padres, y alguien no sustituye ese lugar de deseo, las consecuencias son dramáticas. Pero, además de deseado, un niño debe de percibir que ese deseo es singular, para que le proporcione un lugar donde alojarse. Querer algo diferente para cada hijo, en la dialéctica relacional establecida con él, le proporciona una brújula para la vida. Desde esta perspectiva, todos podríamos ser hijos predilectos. Hijos predilectos del deseo único que nos convocó a este mundo.