El huevo

Cristina Sánchez-Andrade ESCRITORA, PREMIO JULIO CAMBA

OPINIÓN

MABEL RODRÍGUEZ

01 ago 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

El huevo marca un antes y un después. Después del huevo, ya nada vuelve a ser lo que era: año 2016. Maracay (estado de Aragua, Venezuela). María (53 años por entonces) acude, como cada jueves, con su cédula de racionamiento para comprar comida. Después de esperar una cola interminable, trufada de riñas («groserías», las llama ella), injusticias como que los militares cuelan a quienes les da la gana, o incluso que una señora saque una pistola y amenace a los demás blandiéndola en el aire, solo consigue un huevo. Un mísero huevo para llevar a su casa en la que, además de su hija y su yerno, viven sus tres nietos. María guarda el huevo en la nevera como si fuera un lingote de oro. Ya ha quedado con su hija en que será para Jesús Aarón, pues de los tres niños es el único que acude a la escuela y no es bueno que salga con el estómago vacío. Pero por la noche se le acerca Andresito, de siete años, medio encogido y lloroso. «¿Qué pasa, mi negrito?», le dice ella al oírle lamentarse. «Ay, abuela, tengo una cosa mala aquí, en el estómago, que no me deja dormir». La cosa mala que tiene el niño es hambre. Además, ha abierto la nevera y ha visto el huevo. A María le da tanta pena verlo así que lo cuece y se lo da. «¿Y no hay nada más?», pregunta el niño mirando a su alrededor, «¿un poquitico de pan...?». No, no hay nada más. Andrés parte el huevo en dos y le ofrece la mitad a su abuelita. «Ay, no, papi, para usted», le dice María, aunque a ella también le rugen las tripas y no le vendría nada mal el bocadito. Así que el niño se come el huevo entero, lava el plato y se va a la cama. La abuela también se acuesta, pero esa noche no duerme. Le da vueltas y vueltas a la cabeza. El huevo era para el nieto mayor, en eso habían quedado ella y su hija. Pero no es solo eso. Siente que algo ha cambiado, que ya no tiene fuerzas para seguir ahí. Amanece. Que dónde está el huevo. Que se lo dio a Andresito, que lloraba de hambre. La hija se enfada un poco, pero al rato se resigna, qué le vamos a hacer, usted no tiene la culpa, mami. La que no se resigna es María. Toda la noche la pasó pensando, y cuando se levanta el plan ya está trazado. Pocos días después, su hija, su yerno, su nieta Oriana y ella misma se echan al camino. A pie, en diez días, llegan hasta Perú. En Lima, la niña llora al ver la cantidad de frutas, verduras, legumbres, carnes y panes que hay en un mercado callejero. A partir de ahí, empieza la emigración: Perú, Panamá, España.

Esta historia me la cuenta María mientras cuida y atiende a mi madre. Me la cuenta en Galicia (que visita por primera vez), con un nudo en la garganta y un brillo clarividente en los ojos que raras veces he visto. Mientras la escucho, algo resuena en mi interior. Pienso que, más de cien años atrás, la misma historia podría haber sido contada por cualquiera de nosotros, gallegos, antes de partir como emigrantes hacia Venezuela.