Espías de antes y de ahora

Fernando Salgado
fernando salgado LA QUILLA

OPINIÓN

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05 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Ávido lector de Le Carré, confieso mi fascinación por las historias de espías. Las ficticias y las reales. La gente de Smiley, el topo infiltrado en el Circus o la Casa Rusia donde Putin hizo sus pinitos. La legendaria Mata Hari, los cinco traidores de Cambridge o el matrimonio Rosenberg. El caso Pegasus, por el contrario, me produce rechazo y una cierta repugnancia. No le veo atractivo alguno ni posibilidad de tejer con tales mimbres un relato sugestivo.

Aquellos espías eran las piezas, blancas o negras, de la partida de ajedrez que se disputaba en los sótanos de la Guerra Fría. Los nuestros juegan al solitario y bajo sospecha de que, en vez de investigar el terrorismo, el narcotráfico y las amenazas a la seguridad nacional, espían a quienes les pagamos. Aquellos tenían grandeza y, aunque se movían por el filo de la ley, arriesgaban su vida. Los de ahora, cómodamente instalados con auriculares y pantalla, se limitan a montar el caballo de Pegasus para introducirse en la vida que pende de un móvil. ¿Legalmente o ilegalmente? Esa es la cuestión. Imposible de dilucidar: existe secreto de confesión y nadie puede garantizar que quien tiene Pegasus no lo utilice torticeramente.

Solo existe una coincidencia entre los espías de antes y de ahora: el aire de misterio que rodea el oficio. ¿Conoce usted, amable lector, a alguno de los tres mil funcionarios del CNI de quienes la ministra Robles se siente «particularmente orgullosa»? Claro que no: el servicio secreto es secreto. Solo cuando un agente se jubila, o es pillado en renuncio escandaloso, sale a la luz el nombre propio. Y ni siquiera entonces sabemos a ciencia cierta lo que hizo por nuestra seguridad y lo que hizo exclusivamente en provecho propio. Pienso en Francisco Paesa, «el hombre de las mil caras», que murió en Tailandia en 1998 y resucitó en París, donde aún vive con el botín que Luis Roldán había robado a las arcas públicas. Paesa vendió misiles a ETA y el juez Garzón lo persiguió por ello, sin saber que aquella operación permitiría la desarticulación de un comando terrorista.

El espionaje se mueve entre tinieblas, en la opacidad, lo que plantea un arduo problema de control. ¿Quién espía a los espías? ¿Cómo se garantiza que un servicio destinado a proteger el Estado no se convierta en un troyano para el sistema democrático? Del caso Pegasus, a no ser por la polvareda política que ha desatado y un cierto tufo a podrido, no existen certezas. Solo una cascada de preguntas que el Gobierno, en vez de responder hasta donde la ley de secretos oficiales se lo permite, no hizo más que ampliar: a las que había por el espionaje a los independentistas añadió las suscitadas por el pinchazo de los teléfonos del presidente Sánchez y la ministra Robles.

¿Quién las responderá? El espía George Smiley dice en la última novela de Le Carré: «Nueve de cada diez veces un buen periodista puede decirnos tanto de una situación como puede un espía». Y aún añade el antihéroe: «El problema es que los espías no están aquí para informar al público, sino a los gobiernos».