Cómo medir la prosperidad de un territorio

Juan Manuel Sánchez Quinzá-Torroja

MERCADOS

DENIS BALIBOUSE | REUTERS

Un indicador como el PIB sirve para cuantificar la producción de un país de crecimiento, pero excluye aspectos claves para medir el nivel de bienestar, como la desigualdad, la calidad de los servicios sociales o el respeto al medio ambiente

22 oct 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

El producto interior bruto (PIB) se ha convertido en el indicador más utilizado para medir la riqueza de los países, su crecimiento económico y su bienestar. Sin embargo, durante los últimos años, estamos asistiendo a la comprobación de que el futuro de la tierra pasa por el desarrollo sostenible y, como veremos a continuación, ambos conceptos son contradictorios: el futuro pasa por consumir menos y mejor, es decir pasa por un «apagón del capitalismo».

Hasta mediados de los años 30 del siglo XX no existía ningún indicador que permitiese medir la situación económica de un país. Ante este vacío, el economista ruso-americano Simón Kuznets, inventor de la contabilidad nacional, fue elegido por el Congreso de Estados Unidos para buscar una herramienta que midiera la actividad económica en un solo número, lo que le sirvió al presidente Roosevelt para diseñar y aplicar el New Deal y sacar a su país de la Gran Depresión derivada de la crisis de 1929. Por estos estudios se le otorgó en 1971 el Premio Nobel de Economía, aunque él mismo fue muy crítico con esta medida al decir que estaba limitada a la hora de estudiar el bienestar. A partir de la Gran Recesión del 2008, el PIB ha sido puesto en tela de juicio como medida.

Pero vayamos por partes. ¿Qué indica exactamente? Es un indicador que representa el valor de todos los bienes y servicios finales (no se incluyen los bienes intermedios) producidos durante un período de tiempo determinado, generalmente un año (aunque puede ser trimestral, semestral, etcétera). El PIB es muy útil para medir la producción de una economía por sí misma de forma aislada, pero no es nada adecuado para medir el bienestar económico de la población o su nivel de desarrollo. Utilizar el PIB para estudiar el bienestar sería como utilizar los kilómetros para medir el amor.

Las principales criticas que se hacen al PIB como indicador de bienestar son muchas: no tiene en cuenta externalidades positivas y negativas que influyen en el valor económico, como el futuro agotamiento de una mina o la destrucción de la masa forestal en la producción de madera. En segundo lugar, excluye operaciones que no son consecuencia de una contraprestación monetaria, como el autoconsumo, las labores del hogar hechas por la propia familia, la atención a los familiares dependientes, el voluntariado en oenegés o las actividades benéficas no remuneradas.

Tercero, no discrimina el tipo de gasto, como es la diferenciación de los gastos de sanidad o educación de los militares o suntuarios. En cuarto lugar, utiliza valores contables prescindiendo de indicadores sanitarios o de producción ecológica, y tampoco mide las desigualdades en la distribución de la renta y la riqueza o las desigualdades de género. Un ejemplo de esto sería que una madre que da el pecho a un hijo no tiene impacto en el PIB y, en cambio, la leche en polvo para lactantes sí, de manera que se está incentivando su consumo, cuando la lactancia materna es más beneficiosa para la salud tanto de la madre como del hijo.

Pero hay más aspectos. Desde el año 2014, en el PIB se incluye una estimación de la economía sumergida en un porcentaje arbitrario que ha sembrado cierta controversia con respecto a su precisión. No se recoge en cambio la economía ilegal, como el tráfico de drogas, que mueve tanto dinero en las zonas donde se desarrolla. En el caso de un producto que produzca contaminación y que posteriormente haya que descontaminar mediante otro proceso, se contabiliza dos veces como procesos económicos diferentes, cuando el resultado global es nulo, y sin embargo suman los dos en el PIB. Tampoco mide la calidad de los bienes y servicios producidos (como los servicios digitales). Es un indicador que ignora el valor de los elementos que contribuyen a mantener el nivel de bienestar de la población, como el ocio o la libertad.

Por tanto, vemos que el PIB no discrimina la contaminación, el delito, las guerras (la industria armamentística es una gran fuente de ingresos), por lo que el indicador más importante de la economía arrastra graves deficiencias, tanto para las actividades que suman (es indiferente si la actividad es dañina) como por las que deja fuera, como los servicios digitales no tangibles.

¿Existe entonces una alternativa para evaluar el bienestar? Sí, actualmente se está proponiendo como medida para medir el bienestar el denominado índice de desarrollo humano (IDH) que elabora la ONU todos los años y que tiene en cuenta la esperanza de vida, la salud, la educación y los ingresos mínimos ajustados por la desigualdad. Sin embargo, esta medida no está teniendo demasiado éxito: ni los países ni los organismos internacionales la utilizan, pese a ser más completa que el PIB.

El desarrollo sostenible choca frontalmente con este indicador y con el crecimiento infinito de la producción, ya que pretende satisfacer las necesidades del presente sin comprometer a futuras generaciones. Los principios en los que se basa el desarrollo sostenible son el mantenimiento de los stocks de los recursos naturales y ambientales, así como la solidaridad intergeneracional. Este concepto exige tres requisitos: sustitución de los recursos no renovables por los renovables, respeto a la naturaleza en la explotación de los recursos naturales y el uso de los recursos debe ajustarse a su propio ciclo regenerativo. Para llevar a cabo este desarrollo sostenible se han propuesto, entre otras medidas, el PIB verde, que consiste en que las cuentas nacionales se modifiquen para introducir el deterioro de los stocks como consecuencia de la actividad económica (hay que recordar cuáles son las criticas que se le hacen a este indicador).

El culto al crecimiento

El PIB se inventó en una era de producción industrial y, por tanto, no mide nada bien los servicios. Sin embargo, nuestras economías, en un 70 % y 80 %, son economías de servicios. Estamos ante una herramienta que evalúa con precisión los bienes manufacturados (bienes físicos), pero no le da demasiada importancia a los bienes intangibles, como puede ser escuchar música (descargar canciones en una plataforma como Spotify es algo invisible para el PIB). El culto al crecimiento precisa una producción desmesurada, un consumo incesante, y un aumento continuo de la población. Un ejemplo es el consumo de ropa barata altamente contaminante que nos lleva a comprar prendas sin ni siquiera usarlas, o a la obsolescencia programada para que los aparatos se rompan, o que se genere una sensación de que se han quedado anticuados, para que la gente siga consumiendo. Nos encontramos atrapados en la rueda del hámster.

¿Un modelo de crecimiento indefinido?

Este año 2023, el día de la sobrecapacidad de la tierra fue el 3 de agosto, fecha en la que la humanidad consumió todos los recursos generados por el planeta para todo el año, por lo que a partir de ese día y hasta el 31 de diciembre estaremos gastando los recursos de generaciones futuras. Según el FMI y el Banco Mundial, el crecimiento económico óptimo anual debería ser del 3 % para mantener nuestro ritmo de vida actual, pero entonces el tamaño de la economía mundial se duplicaría en solo 24 años. No hay planeta finito que pueda absorber este crecimiento con la huella ecológica y el impacto ambiental asociado (ahora ya no se puede esconder la grave crisis climática y mirar para otro lado).

Es imposible el crecimiento económico indefinido (PIB) y la sostenibilidad ecológica a la vez, ya que lo procesos socioeconómicos siempre interactúan dentro de la biosfera y de la realidad física de la tierra. No debemos esperar a que los avances tecnológicos y la ciencia solucionen el problema causado por un crecimiento indefinido, puesto que nunca podremos ir contra las leyes de la física y de la segunda ley de la termodinámica (no toda la energía térmica puede convertirse íntegramente en trabajo). Necesitamos un apagón del capitalismo si queremos seguir subsistiendo como especie.

Juan Manuel Sánchez Quinzá-Torroja. Profesor Titular de Economía Aplicada de la UDC.