Donde aún brilla la estrella de cartón y papel de plata

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL CIUDAD

Ramón Loureiro

18 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Acordarme, en realidad, me acuerdo siempre. Pero, llegadas estas fechas, regresa a mi memoria, con mayor fuerza, si cabe —sí, es así, por extraño que parezca: conforme el tiempo pasa, cada vez siento más cercano lo que los calendarios dicen que está más lejos—, el recuerdo de los Reyes Magos que, a caballo (cada uno sobre un caballo de un color diferente), se dirigían al Portal de Belén a través de caminos de serrín y arena. Entre casas y castillos de corcho pintado. Aclamados, a su paso, por pastores, pescadores, lavanderas, herreros, carpinteros, lecheras y alfareros que también eran de barro, como Sus Majestades de Oriente.

Hasta había por allí algún gladiador, que, completamente solo en medio de una gran pradera de musgo, empuñaba la espada frente a algún rival inexistente o quién sabe si invisible, pero más bien imaginario. Aparentando luchar consigo mismo, sin que aquello viniese mucho a cuento; o, al menos, no demasiado. Y el castillo —que en realidad debería pertenecer al terrible Herodes, pero cuyo titularidad atribuíamos nosotros, directamente, a don Melchor, don Gaspar y don Baltasar— estaba custodiado, ya ven ustedes, por legionarios romanos. Todo olía a pan caliente y a canela y a manzanas, en aquel tiempo en el que las noches estaban hechas de misterio y en el que el membrillo venía en grandes cajas de hojalata, decoradas con la reproducción de algunos bellos ojos pintados por Julio Romero de Torres.

Aunque yo, por aquel entonces, aún no lo sabía, aquel país nuestro, extraordinariamente pequeño pero de una inmensa hondura, ya era, en el fondo de las edades, el corazón de la Tierra de Escandoi («Vagáis arriba en la luz, / en blando suelo, ¡genios felices! / brasas de Dios, radiantes...», dicen los versos de Hölderlin), y había, por supuesto, árboles de Navidad, aunque no tan sofisticados como los de ahora. El nuestro, sin ir más lejos: un pequeño árbol coronado por aquella estrella de cartón, forrada de papel de plata, que hacía mi madre. Un lucero que yo no acababa de entender jamás cómo podría guiar a los Reyes Magos, si ellos estaban en el Nacimiento, y no en el árbol.

Ojalá hubiese una foto de aquella estrella (¡qué no daría por tenerla en mis manos...!). Aunque sé que sigue existiendo, que no se ha perdido. Ahora no está en Escandoi, ni en ningún otro lugar de esta Galicia do Norte nuestra —el paisaje de mis recuerdos más queridos— que es, toda ella, una Última Bretaña. Pero brilla al otro lado del río, donde viven los que nos precedieron. Los de nuestra sangre —esos a quienes nos parecemos más cada día que pasa— y, también, todos los amigos que se fueron: Julio de Remedios o das abellas, Luz Pozo Garza, Basilio Losada, Antonio Recovet, Carmiña Cunqueiro, Carlos Casares, Eduardo Santalla, López Ramón, Enrique Cal Pardo...

(Todos cuantos ya no están. Los que ahora celebran la Navidad al lado de Dios y ven cabalgar muy cerca a los Reyes Magos).