Concha Velasco, más allá de la muchachita de Valladolid

José Luis Losa

CULTURA

Concha Velasco y José Sacristán en «La colmena»
Concha Velasco y José Sacristán en «La colmena»

La carrera de la actriz vivió una inflexión tras dejar atrás a Sáenz de Heredia

02 dic 2023 . Actualizado a las 14:14 h.

Poseía Concha Velasco (Valladolid, 1939) un don que iba mucho más lejos de su innegable talento como actriz todoterreno. Supo adaptarse con flexibilidad de junco e instinto de supervivencia de cómica de la legua a cada tiempo que le tocó vivir. Y eso la convirtió en figura grabada en el imaginario colectivo de varias generaciones. En imagen transversal que atravesaba ciclos históricos y —sobre todo— sociológicos. Quien logra eso deviene estrella imperecedera. Y concita magnetismo y afectos que explican las dimensiones de esa taumaturgia, muchas veces sin relación directa exacta con lo que haya sido su trayectoria artística.

Sucede con la vallisoletana Concha Velasco, sobre todo en el acercamiento a su carrera cinematográfica, que en realidad fueron varias. Cuando menos, dos. La de Conchita, la fresca chica de la Cruz Roja. O la mejor compañía de Tony Leblanc. Y la de la Velasco, que creo que alcanzó su cima en un bienio de gracia, el de 1975-76, con Tormento y Pim, pam, pum... ¡fuego!, ambas dirigidas por Pedro Olea y la última con guion de Rafael Azcona.

Para llegar hasta ahí, Conchita Velasco sobrevivió antes a sí misma. Esto es, a cinco películas como partenaire decorativa de Manolo Escobar, quien entonces devoraba la taquilla. O a la relación sentimental y profesional con Jose Luis Sáenz de Heredia, un tipo que poseyó verdadero talento creativo y propagandístico en la inmediata posguerra. Pero que para cuando apadrinó a Conchita era ya cinematográficamente un espantapájaros.

Sáenz de Heredia —quede en su haber, en todo caso, incrustar La chica ye-ye en el montaje final de Historias de la televisión— la dirigió hasta en diez ocasiones, todas olvidables. Cuando el director y la actriz presentaron Los gallos de la madrugada en el Festival de San Sebastián de 1971 se produjo un abucheo colosal cargado de significación política. Conchita —según contó ella públicamente— llamó a su mánager y reflexionó: «Por aquí no vamos bien». Cuatro años después se situaba en primera fila de la famosa huelga de actores, junto a los destacados rostros de cabecera del PCE Ana Belén y Juan Diego, quien ya para entonces era su pareja sentimental. Sáenz de Heredia dejó de dirigirle la palabra al sentirse doblemente traicionado. Dirigió tres irrelevantes películas más. La última, Solo ante el streaking, con Alfredo Landa, pareció una declaración de su propio aislamiento vital en 1975. Y, en efecto, se apartó del mundo. 

Rosalía de Bringas

De esa rebelión o de ese volantazo, nace Concha Velasco. Cuando se enteró de que Pedro Olea preparaba una descarnada adaptación del Tormento de Pérez Galdós puso todo su empeño para convertirse en Rosalía de Bringas, personaje amargado que habían rechazado Aurora Bautista y María Asquerino. Y se presentó desfigurada gracias a un maquillaje marlonbrandiano para ese casting de una mujer veinte años mayor que ella. Pedro Olea apostó por Concha Velasco sin necesidad de artificios. Y de ahí nació una composición de actriz estimulante en su desmitificación. Aquello no era ni ye-ye ni flamenco pop. Ofrecía toda la fealdad naturalista de aquel Galdós, en un desafío a la belleza de su contraparte en la historia, Ana Belén, en un tour de force en ese entonces asombroso y epatante.

El éxito de Tormento permite a Olea ofrecer a la actriz un caramelo llamado Pim, pam, pum... ¡fuego! Ambientada en el Madrid del estraperlo, Concha es una aspirante a entrar en la compañía de Celia Gámez, lo que la relacionaba con sus orígenes como bailarina. En ese mismo 1975, a mayores, Concha rueda Las bodas de Blanca, otra de las joyas perdidas del gran Paco Regueiro, oscura e incómoda en su mirada a la naturaleza humana y las leyes de la atracción. Parecía que la actriz era considerada por fin por los nuevos directores que salen a la luz con la recuperación de las libertades: Jaime Camino le ofrece un papel en la coralidad de esa elegía por la República titulada Las largas vacaciones del 36. Y José Luis García Sánchez le ofrece El love feroz, una comedia sarcástica, irregular pero innovadora en lo epidérmico.

La era Pilar Miró alimenta a la Velasco como brillante actriz dramática en La colmena (el filme logró el Oso de Oro en la Berlinale) y, sobre todo, con la aventura que le ofrece Josefina Molina: su Teresa de Jesús. Aun en su academicismo formal, la serie no deja de ser una obra excéntrica que, sin embargo, triunfó en el prime time de una televisión pública añorada. Y el viaje de Velasco se percibe cósmico si pensamos que esta actriz torturada o extática en el deadline de la ciruela protagonizaba diez años antes el iberismo neandertal de Me debes un muerto con Manolo Escobar.

No fue chica Almodóvar pero sí esperpento de Berlanga

Para explicar la filmografía de Concha Velasco es imprescindible asumir cómo los grandes nombres del cine español posterior a los 70 no contaron con ella. ¿Hay razones comunes para que nunca la llamaran no solo Almodóvar —tan especial en sus elecciones— sino también otros como Borau, Bigas Luna, Álex de la Iglesia, Trueba, Colomo o Gutiérrez Aragón? Y mucho menos los precedentes y ya consagrados Saura o Bardem. Quizás no pudieron o quisieron digerir la transformación de la actriz. Y el peso de la asociación de la primera etapa de su cine con Manolo Escobar, Sáenz de Heredia, Tony Leblanc o el landismo no estimulaba en ellos la apertura de un nuevo ciclo. Y tampoco la industria valoró nunca las virtudes de Velasco como actriz total en un sentido hollywoodiense: esto es, capaz de hacer comedia o drama, de cantar y bailar apañadamente. ¿Qué falta hará aquí cantar o saber claqué si lo que se hacía era El otro lado de la cama?

Por eso, los últimos títulos relevantes de su carrera en el cine venían firmados por veteranos como Armiñán (La hora bruja), Fernán Gómez (Cinco tenedores) o, de nuevo Olea, quien cuando dirigió la cargante adaptación de Antonio Gala Más allá del jardín ya no era el de sus mejores años.

Por eso, para la actriz tuvo una significación muy especial que el tan admirado Berlanga la llamase, en su última hora, para su testamentaria mascletá de París-Tombuctú, en la cual una Concha ya sexagenaria se prestaba a un rol que jugueteaba con las querencias fetichistas del director.

Y la espléndida facilidad con la que ella metabolizaba el esperpéntico universo Berlanga, como si siempre hubiese estado allí, parece un maravilloso aggiornamento, una lección ante el mundo de cómo aquella Conchita comediante de seiscientos o zarzuela era ya una dama con elegancia para reírse de sí misma y de su ex Juan Diego, que entraba en el plano siempre en pelota picada.