El Guggenheim profundiza en la faceta escultórica de Picasso

x. f. REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Vista de las esculturas de «Los bañistas» en el Guggenheim de Bilbao.
Vista de las esculturas de «Los bañistas» en el Guggenheim de Bilbao. LUIS TEJIDO | EFE

El museo bilbaíno reúne 56 piezas que abarcan toda la trayectoria del artista

09 oct 2023 . Actualizado a las 12:13 h.

En septiembre de 1894, apenas un mes antes de cumplir los 13 años, Pablo Picasso dibuja su segundo «periódico» coruñés. Junto a la torre de Hércules —su «torre de caramelo»—, el futuro pintor retrata unas figuras a las que identifica como bañistas llegados de Betanzos para remojarse en las aguas del Orzán. Como tantos otros detalles de su infancia y juventud transcurridas en Galicia, la escena dejó una huella indeleble que nunca dejó de aflorar a lo largo de su carrera.

Los bañistas es, precisamente, una de las 56 piezas que forman parte de Picasso escultor, un recorrido que plantea el Guggenheim de Bilbao por una disciplina menos conocida que la faceta pictórica del artista, pero que nunca dejó de cultivar a lo largo de su carrera y a la que concedió suma importancia. Lo confirman las numerosas fotografías domésticas en las que no faltan sus figuras, pero también su plasmación de algunos de los temas recurrentes de su imaginario, así como un cierto papel de laboratorio y campo de ensayos certeros de su creatividad.

La muestra, organizada por el museo en colaboración con el de Picasso de Málaga, con el apoyo de la comisión para la conmemoración del cincuentenario de la muerte del artista —con Telefónica como empresa colaboradora—, facilita la apreciación de esa capacidad de la escultura para canalizar la expresión de Picasso. Las comisarias, Carmen Giménez y Lucía Agirre, han distribuido las piezas de forma que no solo se hace evidente la importancia que el artista siempre concedió a los formatos tridimensionales, sino que el orden cronológico permite seguir las fases y evoluciones, creadoras y vitales, de Picasso.

Este criterio temporal solo se interrumpe con el propio arranque de la muestra: la escultura La dama oferente, fechada el verano de 1933, recibe al visitante con el gesto hospitalario de su brazo extendido. A partir de ella se emprende un viaje que abarca varios decenios y revela cómo Picasso se valió de lo escultural pero también le aplicó su libérrima visión de lo que debía ser una escultura. Ahí está su Cabeza de mujer, creada en París entre 1929 y 1930 mediante el ensamblaje de dos coladores de cocina junto con piezas y chapas metálicas, todo ello pintado de blanco. O su proyecto de un memorial para la tumba de su amigo Guillaume Apollinaire, de un año antes, construido con la finura del alambre para retar la percepción visual de las formas convencionales, pero que no convenció a la familia del poeta, quien finalmente rehusó su instalación. 

Paleta variada

En Picasso escultor confluyen también otros materiales como el yeso, la madera tallada y el bronce, una paleta tan variada como la permanente búsqueda del artista de nuevas fórmulas de expresión. «La cocinera siempre se quejaba de que cuando llegaba por la mañana le faltaban utensilios porque él se los había llevado para usarlos en una escultura», evocó en la presentación Bernard Ruiz Picasso, nieto del pintor. Durante el recorrido, Bernard se detuvo ante una pareja de ojos —la exposición también incluye piezas que se centran en lo anatómico— que son los suyos cuando de niño visitaba a su abuelo. También Paloma Picasso está representada en Niña saltando a la comba, de 1950, un bronce que la retrata brincando sobre una serpiente y una flor.

Del recorrido por las salas, se desprende además el profundo conocimiento que Picasso tenía de la historia de la escultura: hay piezas que remiten a las venus de la fertilidad, a figuras etruscas, a elementos votivos; se apropia de estos referentes y los reformula dentro de sus inquietudes estéticas, con un resultado que no puede ser más que de él mismo. Y más allá de sus familiares y amores —con las inevitables presencias de Françoise Gilot, de Dora Maar—, en las esculturas también se reflejan los períodos vitales: de la ilusión telúrica que desprende Mujer encinta (1950/1959) al horror que asoma desde las cuencas huecas de Cráneo (cabeza de muerto), de 1943, una auténtica calavera de guerra.

Entre la solidez del bronce, el gesto sutil del artista y la madera a la deriva

Los bañistas es un conjunto escultórico formado por seis piezas hechas en bronce, aunque la solidez del material evoca la fragilidad de la madera que acaba arrojada por la marea en la playa, esa que algunos llaman maderiva. Hay una mujer con los brazos abiertos —en diálogo a través del tiempo con La dama oferente—, una buceadora, un joven y un niño, un hombre-fuente: estaba previsto que, en efecto, contase con un surtidor. A Picasso le gustaba del bronce su perdurabilidad pero también que en esa fortaleza tenían cabida las huellas sutiles del artista. Dentro de su aparente primitivismo y esquematismo, las figuras ofrecen detalles también en su reverso: «Las esculturas de Picasso hay que darles la vuelta, observarlas desde distintos puntos de vista», no se cansa de repetir Carmen Giménez.

Pese a la imagen de genio individualista que rodea siempre a Picasso —la imagen por excelencia del genio—, fundamentada, sin duda, la exposición que se puede ver en Bilbao hasta el próximo enero también revela que el artista no tenía reparos en aprender lo que no sabía a través de colaboradores más estables o informales. Julio González intervino decisivamente en algunas de las primeras obras, como Cabeza, de 1928 —retratada también por Brassaï, cuyas fotografías aportaron una monumentalidad esencial de la escultura de Picasso pese a su reducido tamaño—, y de él aprendió la soldadura autógena. También acudía a artesanos y obreros para que cortasen las chapas metálicas según sus indicaciones precisas —en ocasiones llevaba un recortable en papel como plantilla del resultado final—, planchas que luego él pintaba —como la Cabeza de mujer de 1962— y que cierran la exposición en el Guggenheim.