Genaro Otero, marino mercante: «Poder calcular por las estrellas dónde estás en medio del Atlántico es precioso»

Serxio González Souto
serxio gonzález VILAGARCÍA / LA VOZ

VILAGARCÍA DE AROUSA

Martina Miser

Antes de ser referente en los remolcadores de Vilagarcía, navegó medio planeta, faenó en las Malvinas, fue perseguido por borrascas de Azores a Fisterra y tripuló el último gran ensayo a carbón de la naviera Elcano

16 mar 2024 . Actualizado a las 10:50 h.

«Nací en Marín, en 1954, y Marín es mar». Así de sencillo. La relación de Genaro Manuel Otero Martínez con el mar es, pues, cuestión de principios. Durante 21 años, pilotó los remolcadores del puerto de Vilagarcía hasta su jubilación, en el 2011. Pero a este destino relativamente tranquilo le precedió un largo tiempo de navegación a través de buena parte del planeta. «Mi padre —rememora Genaro— era chófer en la Escuela Naval, y hubiese preferido que hiciese allí la carrera. Yo me decidí por la mercante, estudié en A Coruña y creo que acerté».

Corría el año 1974 cuando llevó a cabo su primer embarque, como alumno, en un buque de pesca de cien metros de eslora, el Mar de Vigo. «Creo que fue el primer buque español que faenó en las Malvinas. Fue algo casi experimental. A bordo llevábamos incluso a un inglés, porque a ellos también les interesaba ver el sitio. Como pesca, no fue muy efectivo. Fondos muy irregulares, quebradas, aparejos que se rompían y cero medios de navegación, íbamos prácticamente por estima». El marino recuerda perfectamente la extraña sensación que transmitían aquellos aparejos que subían prácticamente vacíos. «Solo en un lance cogimos mucho pescado. Pero no era merluza, que era lo que buscábamos, sino bertorella. Y, aunque los expertos aseguraban que no tenía nada que envidiarle, el capitán decidió que nos fuésemos al caladero clásico, a Sudáfrica».

A Genaro le hizo ilusión rondar el cabo de Hornos y participar en una campaña de ocho largos meses. Pero aquella era una vida dura, que se afiló en el viaje a Sudáfrica con la meningitis que contrajo uno de sus compañeros. Así que el siguiente embarque cobró la forma de un frigorífico. En su tercer destino como alumno pisó ya un petrolero, que navegaba entre Málaga y el golfo pérsico doblando el cabo de Buena Esperanza. «Era un viaje larguísimo, un mes de ida y otro de vuelta, y técnicamente muy tranquilo, pero no conocías prácticamente ningún sitio, apenas tocabas tierra».

Ahí concluyó su etapa como estudiante. Gerardo había aprovechado sus cuatrocientos días de mar para embarcar también una maleta de libros. Así que se examinó directamente y obtuvo el título de piloto, que le facultó para sumarse a la tripulación del Lingote, un mercante de la Empresa Nacional Elcano que transportaba tochos de fundición y bovinas entre Sagunto y Bilbao.

«Tuve el privilegio de navegar con sextante cuando no había satélites para el posicionamiento. Poder calcular dónde estábamos en medio del Atlántico por las estrellas fue algo precioso, me encantaba». Genaro todavía conserva un sextante y, de vez en cuando, echa mano de él y del almanaque náutico en sus paseos por Bascuas durante el verano.

Su vinculación con Elcano fue prolongada. Doce años en los que se hizo con el título de capitán y navegó, sobre todo, en bulk carriers, en graneleros, y el mundo se abrió definitivamente. Nueva Orleans y Norfolk, en Estados Unidos, Canadá, Noruega, los Países Bajos, Argentina, Brasil, de nuevo África, Leningrado, en la antigua Unión Soviética, Colombia...

En varios de sus viajes lo acompañó su mujer, Amalia, cuya figura merece un inciso. Si la mar puede resultar dura para quienes viven sobre ella, no lo es menos para sus compañeros de vida. Antes de cruzar la península con su primera hija, cuando era pequeña, de puerto en puerto, para que su marido no se perdiese cómo crecía, Amalia pidió una excedencia y se fue a navegar con Genaro. «Aquellos eran barcos grandes, el último en el que estuve medía 250 metros de eslora y tenía 180.000 toneladas. Buenos camarotes, baño propio. Así que ella se sacó su libreta de navegación y se enroló como familiar acompañante. Navegó conmigo durante cinco años», subraya el marino con una sonrisa en la que se mezclan orgullo, cariño y agradecimiento.

Su último destino antes de fichar por los remolcadores de Naviera Ría de Arousa encarna otro hito: el Castillo de Lopera, probablemente el último intento tecnológico por aplicar el carbón como combustible para la gran navegación en el mundo, un buque híbrido de los dos que Elcano encargó cortar y volver a ensamblar en los astilleros de Bazán, en Ferrol, para que pudiesen consumir el mismo carbón que transportaban.

En una vida dedicada al mar, tampoco faltan apuros. Genaro señala dos. «Las borrascas nacen en Norfolk. Una se desató cuando estábamos en las Azores, y nos cogió llegando a Fisterra; tuvo que moverse a cuarenta nudos». La segunda tuvo como escenario la aparente placidez del puerto de Vilagarcía: «A un mercante que estábamos atracando le falló la máquina atrás y su bulbo tumbó el remolcador casi 90 grados. Estábamos pegados al muelle, y el mecánico y yo subimos a la borda, nos apoyamos en el puente y saltamos a tierra». No pasó de ahí.

Martina Miser

Casi en tierra. Menos sacrificada, la vida en los remolcadores le permitió a Genaro compatibilizar su labor central con la sustitución puntual de los prácticos de Vilagarcía y Marín o tripular barcos de astillero en sus pruebas de mar. «Recuerdo un velero de dos palos precioso, el Elena, con el que navegamos en Cíes a doce nudos, la velocidad de un mercante, con una nortada impresionante y toda la vela desplegada».

Los simuladores de vuelo. Lo único que en un momento dado pudo apartarlo del mar fueron los helicópteros. Aunque no sucedió, Genaro maneja un excelente simulador de vuelo, el Fly Simulator 2020, que le permite volar en red con otros compañeros, quienes ejercen incluso como controladores aéreos.